Teatro rosarino: «Obsidemus», el laberinto de la existencia

Un hombre se encuentra perdido y desesperado en el centro mismo del camino hacia su propia identidad. Su desasosiego responde a la urgencia de respuestas, la imperiosa necesidad de saber quién es, de dónde viene, y cuál será su destino. Los minutos (y años) se suceden uno a otro, y él se ahoga con la crueldad de una idea artaudiana: «¿Qué es la vida sino un arder en preguntas?»

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Aquel camino no es otra cosa que un abismo, oscuro y solitario, que se extiende hacia el infinito como un laberinto hecho del mismo material que los sueños. Siguiendo a Borges, en todo laberinto hay un centro y eso es lo que nos tranquiliza, porque existe la respuesta. Sin embargo, el universo probablemente no sea laberinto, sino un caos. Ahí sí estaríamos perdidos (aplastados por el infinito). Sin respuestas, vagaríamos eternamente en el abismo, y sin consuelo.

El hombre sueña con el abismo de las preguntas existenciales, se pierde en el laberinto cósmico y sufre la desesperación de la incertidumbre. El hombre también se encuentra con su doble. Una figura sin anima (sin aliento) cobra vida y produce el acto más asombroso del teatro: desmentir la falsedad de la magia. A partir de ese momento experimenta en la propia carne la sentencia de Rimbaud que reza «yo es otro«, abriendo un nuevo abanico de preguntas, haciendo aún más profundo el abismo.

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«Obsidemus» es una reflexión poética sobre la búsqueda desesperante de las certezas que nos salven del fracaso de la existencia. La memoria y la conciencia se hacen carne en el cuerpo de los actores que conducen al hombre perdido por aquel intrincado camino, cuyo tránsito no es fácil sino arduo y doloroso. El camino de la duda nos hace olvidar del suelo que pisamos, y nos sentimos indefensos y sin resguardo. Sentimos el fracaso. Pero el centro del laberinto (la certeza) nos abraza con su lejano canto de sirena. La luz del final es nuestro sol. Y siempre amanece.